Han pasado cuatro años, la reforma de nuestra casa, una pandemia, un máster, un FP, las prácticas y un cambio de trabajo.
Hemos cumplido veintitrés años juntos y nuestra hija casi tiene once.
Lo que empezó siendo una cita mensual, de parada, de reflexión, de punto de inflexión, para no perder la perspectiva, se perdió en el tiempo.
Y, aunque, he seguido escribiendo en el blog, cada vez he usado menos palabras y más imágenes.
He cerrado un tiempo en el que me daba miedo verbalizar lo que sentía, porque me creía tremendamente observada y juzgada.
Perdí la espontaneidad de escribir y publicar en caliente lo escrito.
Empecé a pensar en quién podría leerlo y en cómo podría hacerme vulnerable.
Cuando, en realidad, toda mi fuerza radica ahí.
En mi capacidad para ponerle nombre a lo que me pasa.
En compartir y compartirme, porque no soy única, ni lo que me pasa es exclusivo.
Las palabras son mi punto de apoyo y, además, como me dijo mi hija con cuatro años:
«¿Sabes que las palabras pueden volar?»
Pues tengo que reconocer, que, a ratos, se me había olvidado.