A través de la cámara, ve como la luz del otoño ha transformado los árboles en grandes esqueletos marchitos. Busca una imagen que la devuelva a la vida. Su corazón se ha parado. Camina, trabaja y respira, pero no siente. No puede o no quiere, aún no lo ha decidido.
La carta aplastada y arrugada permanece en el fondo de la bolsa. A veces, cuando va a cambiar de objetivo la ve, al fondo. Entonces siente un latigazo en las entrañas. Pero es una descarga insuficiente. Continúa su paseo mientras siente el peso de la cámara en su cuello, camina despacio por el bosque sin control sobre sus pasos.
Yanira, un descubrimiento pausado, imágenes que se van sumando sin importancia, hasta que un día se unen suavemente y surge la niña tras la niebla.
Poca gente ve a Yanira, pasa desapercibida en un patio de niños felices que corren y gritan. Ella no sonríe, no mira directamente, no participa, no habla.
Vive opaca tras un cristal que ha creado al sentirse diferente.
En el bosque, Amina siente los últimos acontecimientos como un sueño. La manita de Yanira en la suya. Sus ojos lejanos. Sus miedos. Sus ganas de liberarse y correr.
En ese instante una mariposa pasa volando frente a sus ojos. Amina enfoca y dispara captando el momento en que despliega al máximo sus alas. Un rayo de sol penetra a través de las copas de los árboles y tiñe de dorado la escena. Cierra los ojos dejando que la luz le queme el rostro. Al respirar, siente como la realidad va subiendo de volumen.
Se quita la cámara del cuello, la guarda en su funda y la mete en la mochila junto a la carta.
Se arrodilla junto al árbol y comienza a escarbar en la tierra haciendo un profundo agujero con sus propias manos.
Allí entierra la mochila y, con ella, su visión de un mundo en el que las mariposas son hermosas y las niñas pueden salir de las crisálidas que las devoran volviéndolas invisibles.